El cierre de la
Universidad Cristiana Latinoamericana no es el mayor problema que
afronta actualmente la educación teológica evangélica ecuatoriana.
Este último no es más que la consecuencia de múltiples errores que
la iglesia evangélica ha venido cometiendo a lo largo de los años.
No creemos que haya sido
un error la depuración del sistema educativo superior. Era una
necesidad latente de nuestro país. Es posible que la forma cómo fue
realizada la misma dejara muchos sinsabores, pero no podemos cegarnos
a la crisis educativa que vivía -y vive aún- la educación
ecuatoriana. Al momento, queda un tremendo abismo por zanjar entre la
educación secundaria y la universitaria, el mismo que de no
achicarse dejará a una gran cantidad de estudiantes de la clase baja
sin posibilidades de acceder a los estudios universitarios. Esto
último debido, claro esta, a las falencias de la educación secundaria en las
zonas periféricas.
De todos modos, el
problema educativo de las iglesias evangélicas tiene más que ver
con lo que Jean Pierre Bastian describía como una reducción del
poder de transformación por parte de las iglesias históricas debido
al sorpresivo crecimiento de los movimientos evangélicos a mediados
del siglo XX en América Latina. Eran aquellas iglesias las que alentaban a una
comprensión teológica más reflexiva que la que proponían los
movimientos evangélicos del sur de los Estados Unidos. La evangelización fruto de los movimientos de santidad de finales del siglo XIX no tenían mayor interés en la educación teológica pues su convicción era la inminente venida de Cristo.
En la actualidad en Ecuador son varios los seminarios
que desarrollan sus actividades, sin embargo, todos
ellos tienen un corte evangélico o tienden a esa línea con el fin
de adaptarse al mercado teológico ecuatoriano de mayoría evangélica.
La tónica de todos
nuestros seminarios es el estudio doctrinario de la Biblia.
Evidentemente, lo que interesa no es la profundización del texto
tanto como la formación de líderes que se acoplen a la doctrina de
la denominación a la que se pertenezca. Las dudas y cuestionamientos
que puedan hacerse a los propios cimientos denominacionales quedan
fuera. El conocimiento de las ciencias humanas es realizado siempre
con la debida vigilancia de las autoridades. Y todo en un clima de
compañerismo que descuida el rigor en la evaluación de los
aspirantes a teólogos.
Hay seminarios que han
conseguido cierta autonomía respecto de sus líderes
denominacionales pero esto no ha significado una mejora de la
enseñanza teológica. Por el contrario, esta relativa libertad ha
redundado en un desordenado criticismo que poco tiene que ver con el
espíritu científico al cual se pretende llegar.
Si a esto sumamos la
forma conventual en la que se desarrollan los estudios teológicos,
tenemos los resultados que podemos palpar hoy por hoy.
La reflexión
no es fruto de la asimilación de un corpus doctrinal, sea este
conservador (evangélico) o liberal. Cada seminario de manera
independiente desarrolla a su liderazgo sin acercarse a los otros
seminarios salvo eventuales actividades. Poca o ninguna investigación
se propone entre el alumnado. No se proyecta la adquisición de
fondos que tengan como objetivo la realización de dichas
investigaciones. No se hace mucho por tratar de fortalecer el diálogo
teológico por medio de publicaciones periódicas.
La eliminación que se
realizó de las universidades de categoría E en nuestro País fue fruto de un
análisis que descubrió que la mayoría de ellas hacían de la
educación un negocio. Las razones de esta conclusión eran que no
había investigación, ni publicaciones, había pocos profesores a
tiempo completo y a estos se les daba poco o ningún tiempo para la
investigación académica. Estas son características que podemos
encontrar en nuestros seminarios. ¿Qué sucedería si mañana el
gobierno decide realizar una evaluación de los seminarios
evangélicos?
Esto no es culpa de los
rectores, presidentes o profesores de los distintos seminarios. Es
responsabilidad de la iglesia evangélica y de cada uno de quienes
formamos parte de ella, pues hemos decidido darle muy poca relevancia a la
educación teológica. No es de extrañar que muchos padres piensen
en esta carrera como la última opción si su hijo no consigue un
buen desempeño en otras carreras.
Levantar el nivel de la
educación teológica ecuatoriana no debería ser el fruto de la
amenaza de un gobierno que exige calidad académica. Este
deseo debería ser el fruto de una iglesia que quiere cimentar
adecuadamente su fe en Jesucristo. El fortalecimiento de los
seminarios no debería ser la lucha personal de un par de profesores
o algún rector bienintencionado. Al contrario debería ser el clamor
de todo un pueblo evangélico que necesita herramientas sólidas para
enfrentar una sociedad anticristiana. El liderazgo de las distintas
denominaciones debe considerar la importancia de la educación
teológica, pero también los creyentes. Quizás sea allí donde
debamos decir que el mayor peso de la responsabilidad recae sobre los
pastores quienes deben advertir a los creyentes sobre el valor y la
importancia de una educación teológica de calidad. De no fortalecer
nuestra educación teológica, lo más probable es que no sea el
gobierno quien termine siendo el mayor peligro para los seminarios
sino la paulatina secularización de los mismos creyentes por falta de una
sólida instrucción teológica.
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